viernes, 29 de octubre de 2010

Llegó a la casa mareado pero no lo suficiente como para no saberse ridículo. Empezó a subir la escalera y escuchó, una vez más, los fuertes susurros de su madre y los pies de su padre yendo de una punta a la otra de la habitación de al lado a la suya. Deseó haber fumado un porro más para haberse evitada el sigiloso concierto. Se puso a pensar en la primera vez que fumó y le pegó, en el día que le gustó y que lo eligió, eso lo hacía diferente.
Conocía mucha gente, nadie lo conocía. Tenía mucho que tapar y la droga era el silenciador de su tristeza. No, no era melodramático era realista.
Pensando se quedó dormido. Lo despertó el hocico de Zimmer y salió a caminar. No recordaba demasiado de la noche anterior, no le importaba. Cuando le sonó el teléfono tampoco le importó, no quería hablar con nadie, lo dejó enterrado en el bolsillo del mismo pantalón que había usado para salir el día anterior.
Volvió a la casa cuando bajó el sol, recién al sacarse la ropa para entrar en la ducha vio el mensaje: "cómo estás?" No se podía responder con otro mensaje, era demasiado complejo. En verdad no tenía ganas, explicar signinficaba ponerle letras a la miseria que vivía.
Fue esa la primera vez que lo materializó en su cabeza. La idea le había dado vueltas en su mente pero esta vez era concreta, tenía un principio, un nudo y un final. Casi como una historia de ficción, rió mientras lo pensaba. De bronca, no de gracia.
Salió del baño, cerró la puerta pero dejó que un hilito de afuera entrara por el costado, para no perder la perspectiva. Abrió el segundo cajón, despacio aunque seguro. Sacó de la heladerita un energizante y otra vez se rió, esta vez de nervios. Tragó de golpe. Las treinta pastillas y la mitad de la lata, prendió la tele y se acostó.
Se había enamorado pero esa mujer lo había decepcionado. Conocía a todos sus amigos lo suficiente como para decir que no tenía amigos. Su hermano lo quería pero no mucho. Sus padres lo entendían, asumían su culpa en silencio. Y estaba ella, preguntando cómo estaba porque quería saberlo sinceramente, porque le interesaba. Estiró el brazo, buscó el celular y sin importar la hora tecleó, torpemente: "bien".
Entonces yo era esclavo de la seriedad. Ha sido mi peor enfermedad. Otros nacen sifilíticos, yo nacé grave. Y gravemente intenté no serlo, vivir, inventar, yo me entiendo. Pero cada vez que lo intentaba de nuevo perdía la cabeza, creía precipitarme hacia mi salvación cuando me precipitaba en mis tinieblas, me postraba de rodillas antes quien no puede vivir ni soportar este espectáculo en los demás. Vivir. Digo vivir y no siquiera conozco su significado. Lo intenté sin saber qué intentaba. A pesar de todo quizás haya vivido sin saberlo. Me pregunto por qué hablo de estas cosas. Ah, sí, para distraerme. Vivir y hacer vivir. Ya no vale la pena enjuiciar las palabras. No están más huecas que lo que arrastran. Después del fracaso, el consuelo, el reposo, empiezo de nuevo, querer vivir, hacer vivir, ser otro, en mí, en otro.



Beckett. Malone muere.
Absorbo tu bronca, te chupo el enojo, te succiono la ira, me lleno con tu odio que me entra por todos los agujeros, me toma, me posee y con eso salgo, camino y escupo y vomito tu inconformismo en todos lados. Caigo débil luego, sin entender, sin poder moverme y me arrastro a buscarte para que me des otra vez la mierda que juntaste mientras no estaba y a la que le das nombre y forma cuando me ves.
Para el delirio no hay explicación. Tarde o temprano irrumpe en todas las vidas... y quizás sea muy pobre la existencia que no se ha visto arrastrada al menos una vez por la tormenta del delirio, la vida que no ha sufrido las sacudidas de un terremoto hasta en sus cimientos o la fuerza de un tornado, que arranca las tejas con un rugido y que revuelve en un momento todo lo que la razón y el carácter han mantenido en orden hasta entonces.


Sandor Marai. La mujer justa.