viernes, 1 de abril de 2011

Ramona

Ramona es de esas personas que se atolondran cuando hablan, que repiten y usan muchas palabras sin significado alrededor de los verbos y de los sujetos.

Llega siempre muy temprano, más de lo que le corresponde. Su reloj biológico la despierta a las 6 de la mañana, ya está acostumbrada. Cada vez que puede remarca todo lo que trabaja, lo cansada que está, la cantidad de cosas que tiene para hacer. No se queja igual, no usa tono de reproche. Sí lo usa por ejemplo cuando mueven los feriados a días de semana, en el fondo le encanta estar todo el día afuera de su casa, llamando, haciendo consultas, mirando, analizando.

Amigos, lo que se dice amigos, no tiene. Saluda a todos, está en todo, se mete y habla de los hijos con todo el que se cruza. O sino también le encanta decir que está muy feliz en donde está, que es totalmente distinto a lo que hacía antes pero muy dinámico.

Cuando la llama el marido cambia la voz, habla bajo y le dice que en cinco minutos sale para allá. Le miente: corta y se va una, dos horas después, no le importa. Cuando la llama la suegra la trata de usted y le agradece mucho.

Al llegar a la casa actúa felicidad, le dice a los chicos que los extrañó y les llena el vacío que provoca su falta de instinto maternal con chocolates. Las preguntas son siempre las mismas y las respuestas también, delatando la sordera adoptada por el aburrimiento que late en cada habitación. Se respira una paz plastificada con conciencia para que no haya sospechas de la poca intercomunicación. La proactividad de su mente se proyecta hacia otros horizontes, el hogar es el tope que la vuelve a una realidad que detesta.

No conoce otra forma de vida que no sea esta. No es lo que había soñado de chica pero en verdad no había soñado nada, había dejado que todo corriera por el cauce de la normalidad, sin intervenir ni cuestionar. Se convence de que es lo mejor que le puede haber pasado y así pasa cada día de su quieta y no inquietante vida.

Hoy fue la primera en levantarse, igual que siempre. Se hizo un té y regó las plantas del balcón. Entre las hojitas del malvón vio la fila de autos sobre Rivadavia esperando pacientemente la luz verde.

Dos horas más tarde caminaba por la senda peatonal que antes había observado desde arriba, apurada. No había esperado ninguna luz. A pesar de la caravana de focos borrosos que se iba acercando su tiempo fue prioridad. Recordó los pantalones de su marido, los ojos de sus hijos y sus dedos sobre el teclado de la computadora, moviéndose con obsesiva rapidez.

Quizás fue porque el piso estaba mojado por la lluvia que no lograron frenar. Quizás fue que ella no quiso apurarse lo suficiente. Los chicos esa tarde no comieron chocolate y fue el marido, esta vez, quien le agradeció a la suegra por cuidarlos un tiempo, hasta que pudiera acostumbrarse a su ausencia pasadas las seis de la tarde.

No perdamos el tiempo en vanos discursos. ¡Hagamos algo mientras haya ocasión! No todos los días hay alguien que nos necesite. A decir verdad, no se trata precisamente de que nos necesiten. Otros lo harían tan bien como nosotros, y hasta mejor. La llamada que acabamos de escuchar antes se dirige a la humanidad entera. Pero en este lugar y a esta hora la humanidad somos nosotros, nos guste o no. Aprovechésmolo antes de que sea demasiado tarde. Seamos dignos mandatarios, por una vez, de esta porquería en que nos ha sumida la desgracia.


Esperando a Godot - Beckett