martes, 15 de mayo de 2012

Mecanismo psicológico que reduce las consecuencias de un acontecimiento estresante en la vida del hombre del 5B

Lo primero que vi fue el ojo. Un ojo marrón, grande, con la pupila gorda, que se iba acercando cada vez más, hasta que sólo era pupila y después sólo negro. Después blanco y ahí el agujero.
Tan enfrascado estaba en la música que ver el ojo me sobresaltó. Tendría que haber visto una oreja o en todo caso una boca. No, fue un ojo. Quizás como una forma de aseverar que son cinco los sentidos. Ya ni recuerdo si el cd terminó o lo apagué, el caso es que dejé de escucharlo, empecé a observar.

Un agujero redondo, perfecto, en la mitad de la pared. Grande lo suficiente como para que entrara un ojo y una cara entera de ser necesario, todo dependía de la distancia a la que se ubicara el individuo portador de la fisonomía en cuestión. 

Me agaché hasta hacer coincidir mi ojo en el orificio, con cuidado, con algo de miedo. Dejé una distancia prudente entre mis pestañas y el revoque, concentré todo el poder de mi visión en el ojo sometido. Entorné el otro sin cerrarlo de todo, por las dudas.

Blanco. Tan blanco que caí sentado, sin poder ver mucho más. Como un flash o más bien una lamparita prendida y encajada. No sé cuánto tiempo estuve sin poder moverme, mirando la falencia de la pared con bronca, pensando cuál de todos mis vecinos había podido planear esa maligna estrategia para molestarme. Pero no, no podía ser.

Decidí olvidar el asunto. ¿Cuán malo podía ser un agujero? Ya era tarde, me acosté. Pasó una hora, dos, no lograba conciliar el sueño. Al apagar la luz se me venía a la cabeza la imagen de la pupila misteriosa y luego el blanco radiante, la pupila, el blanco radiante, pupila, blanco, radiante, blanco, pupila, radiante, radianblanpupil, pupiblanradi. 

No sé cómo terminé parado enfrente del agujero y comencé a notar que lo encerraba una especie de hendidura rectangular que iba desde el piso hasta diez centímetros antes del techo. Sí, eran diez, me tomé el trabajo de medirlo. Al bajar de la escalerita con la que me ayudé para precisar la longitud, me percaté de que del lado derecho la hendidura no era regular y tres chapas muy finas sobresalían. Me alejé. Observé de un costado y del otro hasta que estuve en condiciones de afirmarlo: era una puerta. Una puerta oculta, disimulada, quizás hecha para que nadie supiera de su existencia jamás. Hacía nueve años que vivía en ese departamento y nunca la había visto. Lo curioso era lo que había aparecido en ese agujero, que ahora comprendía que se evidenciaba la falta del picaporte de la puerta fantasma.

Inmediatamente salí al pasillo e intenté encontrar un agujero similar en alguna de las paredes. Sin éxito volví a mi casa, doblemente preocupado. Había una puerta a través de la cual alguien con un ojo marrón me había estado observando y esa puerta no se veía del lado opuesto de la pared, como la lógica de las puertas indicaría.

A las ocho de la mañana sonó el timbre. Aún estaba un poco dormido pero eso no iba a interferir en lo que tenía que suceder, estaba muy decidido. Para el mediodía ya habían terminado, un trabajo limpio. Una fina capa de cemento era suficiente. No más agujero, no más puerta y, sobretodo, no más intruso.

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