jueves, 17 de junio de 2010

Cuento

Ella, recién casada. Él recientemente separado de su única novia. Habían durado nueve meses, pero nunca sintió nada profundo, nada fuerte. Un día de pronto no se hablaron más.
Ella volvía a su pequeña casa. El marido llegaba después, cansado. Con una sonrisa se decían hola y se daban un beso. Mientras uno se bañaba el otro cocinaba para al fin encontrarse en la mesa. Hablaban poco, miraban mucha televisión. Cuando se mudaron a ese departamento a ninguno de los dos le importó el poco espacio. Eran felices, iban a serlo por siempre, ninguno de los dos lo dudaba.
Se acostaban en silencio y se levantaban igual. Era el silencio de la paz, de la armonía, pensaba ella. Él agradecía que su esposa no fuera charlatana como las esposas de sus amigos.
Al poco tiempo de mudarse ella consiguió un trabajo. Festejaron con un vino importado y sonrisas sin carcajada. No les gustaba el espamento.
El primer día instaló su cartera y su quietud en el cubículo que le asignaron y se quedó allí. Fue a las 11 de la mañana cuando él se presentó. Le dijo su nombre por lo bajo y se miraron poco tiempo a los ojos. Iba a ser el encargado de entrenarla y de ayudarla en su adaptación. Mucho gusto, se dijeron, y enseguida se pusieron a trabajar.
A la semana de que empezó el marido preguntó qué tal le estaba yendo. Ella contestó un “bien” entre la tarta que estaba masticando y rápidamente volvieron su atención a la novela de las 10, ese día se descubría el asesino.
Delgado el espacio entre la máquina, ella y él. Delgados los dedos que se deslizan sobre el teclado, lentamente, de a poco, para enseñarle. Hablaban únicamente con términos y conceptos de trabajo, entre galletitas y mates que siempre él ofrecía con una sonrisa vergonzosa. Hablaban bajo, porque alrededor había mucha gente, porque estaban muy cerca.
Cada mañana se saludaban con un beso. A la tarde simplemente se decían hasta mañana.
Ella se iba muy puntual porque tenía que volver a su casa, con su marido, porque tenía que tener ganas de estar con él porque eran marido y mujer.
Él no tenía a nadie que lo esperara ni a nadie a quien esperar. Quizás fue por eso que comenzó a esperar cada mañana ese beso de buenos días, ese saludo sin mirada, ese roce imperceptible de cachetes. Y de a poco ella también fue dándole más importancia a ese momento. Cada vez se iba más tarde, para hacerle compañía, porque ya no tenía ganas de aparentar que tenía ganas de estar con su marido. Porque cada vez tenía menos ganas y menos marido.

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