domingo, 29 de abril de 2012

página 203

- Me hace bien que me mires- dijo Austin-, y quisiera advertirte que no termino en absoluto a la altura del estómago. Sigo más abajo, mucho más abajo, si te fijás bien verás una cantidad de cosas: allá están las rodillas, por ejemplo, y en este muslo tengo una cicatriz que me hizo un perro en Bath, un día de vacaciones. Mírame, aquí estoy. 


Celia se incorporó sobre un codo, estirándose alcanzó el vaso de agua en la mesa de noche, lo bebió sedienta. Austin se apretó contra ella, una mano perdiéndose en su espalda, profundamente, mientras Celia se volvía para esconder la cara en su pecho y de pronto se contraía como negándose, sin rechazarlo pero bruscamente aparte, iniciando una frase ahogada y callándose, temblando bajo una caricia que la poseía hasta lo más hondo, y reconociendo ese mismo temblor en el recuerdo y rechazándolo para decir con una voz casi inaudible: "Austin, te he mentido", aunque no había sido una mentira, se había hablado de un médico, de su madre, de gentes que la habían mirado y la habían tocado de otra manera, de una condiscípula con la que había compartido una habitación, y ella no había mentido, pero si no decirlo todo era mentir entonces sí, había mentido por omisión y la grieta se abría ahí en plena dicha, separándola de Austin que no escuchaba, que seguía acariciándola, que buscaba tenderla de espaldas sin violencia, que poco a poco parecía entender y débilmente preguntaba, retrocedía para abrir un hueco entre los cuerpos, la miraba en los ojos y esperaba. Sólo mucho más tarde, en la oscuridad, ella le habló de Hélène con frases confusas que un llanto pueril y convulso reducía a hilachas, y Austin supo que no había sido el primero en bajar lentamente una sábana para mirar una espalda inmóvil, para hacer nacer de la infancia el verdadero cuerpo de Celia.






62/Modelo para armar
Julio Cortázar

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